No terminó nunca la escuela, si bien dice que la hicieron estudiar. No tuvo viaje de egresados de séptimo grado, ni de quinto año. No fue a bailar a matinés ni se metió de prepo al cine a ver una película prohibida para menores. No habló de su primera menstruación con su mamá ni con sus amigas. No tuvo pijamas parties, ni juego de la botellita, ni fumó su primer cigarrillo a escondidas de la profesora de gimnasia. No se enamoró de un chico de su escuela, no le dieron un primer beso (no, al menos, fuera de lo que puede haber habido de abuso sexual). Natascha Kampusch pasó prácticamente ocho años de su vida sin ver el sol.
Me impresionó mucho este caso, que por suerte hoy parece que tiene un final feliz (eso si la chica alguna vez logra recuperarse por completo del Síndrome de Estocolmo). No sé si realmente las jóvenes de Austria tendrán una adolescencia parecida a lo que fue la mía o la de mis amigas, pero seguramente debe ser muy distinta a la que le tocó a Natascha. Hoy su captor está muerto, ella está de nuevo con su familia porque recuperó la libertad. Pero los años de vida que pasó encerrada en un cuarto de 3 x 4 no se los devuelve nadie.
Ya sé que fue un caso más, que locos hay por todas partes y que adolescencias terribles hay muchas (de hecho, la mitad de los chicos argentinos nacen en hogares pobres, tienen que trabajar o mendigar en lugar de ir a la escuela -ni que decir matinés o el cine-, no pueden imaginar una infancia o una adolescencia que para algunos de nosotros fue normal). Pero lo que más me impresionó de esta historia es lo del Síndrome de Estocolmo, esta identificación inconciente que tienen las víctimas con sus captores en ocasiones, que los lleva incluso a defenderlos y a sentir simpatía o hasta amor por ellos. Me cuesta imaginar el daño psicológico que puede haber sufrido una persona para creer sentir afecto por alguien que le arruinó la vida.
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